sábado, 30 de junio de 2012

Dos libros, dos.

Hay una aspiración en todo el que escribe. Llegar a rozar algún día algo de lo que haya leído. Pero solo aquellos libros escogidos por gusto y no por obediencia. Por curiosidad y azar en un momento y lugar determinados. Me remito en este texto a dos que me han impresionado: La hora de la estrella, y El cielo es azul, la tierra blanca. Las autoras, dos, mujeres, dos, de distintos extremos del planeta: Clarice Lispector (Brasil) y Hiromi Kawakami (Japón).
Dejo aquí las notas que escribí al terminar cada uno de esos libros. Ellas me empujan a escribir, yo, estoy obligada a escucharlas.

                                    La hora de la estrella  


Quedarse quieta mirando este libro es un sufrimiento infinito. Ahora no sé qué hacer, sin Clarice, sin Macabea, sin ese autor repleto de existencia (¿o quizá no?), es quedarse sin órganos fonéticos, es querer pasar toda la vida muda, para siempre.
Ahora sé que puedo escribir (no sé si como ella) me ha dado palabras y el extenso universo de lo posible inacabado.
¿Punto final? No. Esa muerte que dice, el que narra desde Clarice esta historia, que todos necesitamos para poder resucitar de nosotros mismos. Yo, aún, estoy en proceso de descomposición.



El cielo es azul, la tierra blanca

Se me ha cambiado el tiempo de repente. Los compases se trastocan y como si de un torrente de agua se tratase, este libro me ha arrastrado por el vasto e inapreciable río del tiempo.
En mi línea cronológica vital, he avanzado dos puestos.
Es como si me hubiese desplazado, empujado hacia otra yo. Atravesada por una transición que me suspende, que me deja colgada en el aire, prendida en un clavo mal puesto hacia el poder ser.
Cuando comencé a leer, tenía apenas 17 años. La verdad, no lo recuerdo. Hoy cierro estas páginas con el peso de lo doble, y con la mirada cansina (y cansada) de la adulta.
Me han crecido por dentro las palabras; como un árbol. Ahora tengo los ojos llenos de memoria, borrachos de existencia.
No sé hacía dónde se dirige ya, el tiempo que camina. Acierto a ver mis pasos. Es todo lo que puedo.




jueves, 28 de junio de 2012

Un puñado de miedos

Relato intertextual donde los haya. El título viene del libro homónimo que en la infancia me encantó, escrito por Concha López Narváez. La historia me la contaron una tarde de invierno en "La Eriza Subersiva", un pequeño local asociativo en Hortaleza. Una amiga me dijo que lo había visto en un corto, y que estaría genial ponerle palabras para un cuentacuentos. Este fue el resultado. El corto, nunca lo encontré. 




UN PUÑADO DE MIEDOS

El niño de las piernas menudas y delgadas como alfileres y la cabeza hinchada como una sandía, pegó un alarido de pavor que se escuchó en todo el vecindario.
Era la hora de la siesta, verano y más de un vecino en bata y mala leche encima, gritó por la ventana: ¡Se callen coño!, ¿o es que no tiene uno derecho a dormir?
El niño de las piernas menudas y la cabeza grande estaba jugando tranquilamente sobre el piso de su terraza, dibujando y coloreando garabatos sobre lo que pretendía ser un sol, cuando una cucaracha, negra y brillante, se posó sobre su dibujo, haciendo de la tarde, un eclipse de primavera.
Entonces, se puso a temblar. Gritó sofocado, con la cara roja e hinchada, nadie le oyó más que el vecino. Pegó un salto, abandonando su dibujo y a su nueva compañera en el pavimento, se puso en pie, y volvió a gritar. Nada, nadie. Abrió la boca lo más que pudo, como si de repente se fuera a quedar sin aire y lo tuviera que aspirar a bocanadas y…
Tras las cortinas que daban entrada a la soleada terraza, apareció, corriendo torpemente, un señor con bigote de piernas menudas y cabeza grande.

–Papá, papá– repetía con la cara casi morada por el chillido anterior–¡Papá! – volvió a decir con lágrimas en los ojos.
>>He visto una cucaracha enorme, asquerosa, que se quiere comer mi dibujo, papá, haz algo por favor, tengo mucho miedo.

El niño de las piernas delgadas y la cabeza grande tenía un puñado de miedos. Tantos, que si hubiera tenido que ponerlos sobre una mesa y volvérselos a llevar, no le habrían entrado en los bolsillos.
Tenía miedo de la oscuridad, de las hormigas, arañas, escarabajos, lombrices, perros, gatos, insectos voladores y de todo aquello que él no fuera capaz de controlar.
Esta era la primera vez que se enfrentaba, cara a cara con una cucaracha, y en cuestión de segundos, el niño de piernas delgaduchas supo, que también les tenía miedo.

El padre, se agachó comprensivo, y acercó su enorme cabeza al oído del niño, dispuesto a susurrarle el más valioso de los secretos.

–La mejor manera de perder miedo a cualquier cosa, es enfrentándote a ella.
Imagínate, por ejemplo, esta cucaracha. Si te fijas, es diminuta comparada contigo. Apenas si tiene fuerzas para posarse encima de tu dibujo, y mírate, estas aterrorizado.
¿Qué puede hacerte esta insignificante y débil cucaracha, a la que sólo con un gesto podrías aplastar y hacer desaparecer?

El niño , miraba asombrado y atento a su padre, con los ojos tan abiertos que parecían dos huevos fritos.

–Vamos a hacer una cosa. Vas a meter a esa cucaracha en un bote. Y la vas a llevar a tu cuarto, a la mesita de noche. De tal manera, que todos los días, al acostarte y al levantarte, tengas oportunidad de verla. Habla con ella, obsérvala. Conócela de cerca, y si tienes el bote siempre cerrado, nunca te podrá hacer daño.

Esa misma noche, el niño de piernas finas y cabeza desproporcionada, tenía sobre su mesita de noche, justo al lado de Spiderman, un pequeño frasco de cristal, con una esbelta y ovalada cucaracha negra como el carbón.
Antes de apagar la luz, le dio las buenas noches a Spiderman, y la miró de reojo. Estaba quieta. No se movía. Se la acercó a la cara, y pudo ver cómo sus antenas, gigantes, se movían para buscar su presencia. Pegó un brinco en la cama. Con el ceño fruncido y la boca llena de repugnancia, la dejó, lentamente, de nuevo en la mesita.

–Buenas noches, Jesusito–. Apagó la luz, y cayó en un profundo sueño.

Al día siguiente, cuando despertó, tenía la esperanza de que aquel bicho infernal hubiera desaparecido. Se frotó los ojos varias veces, pero nada. Todavía seguía ahí. Inmóvil, desafiante. Se levantó corriendo de la cama y se fue a desayunar. Durante el resto del día, el niño de cabeza hiperbólica y piernas afiladas, estuvo feliz. No se encontró con ningún miedo más, hasta que volvió de nuevo a su cuarto. Ahí estaba, esperándole la pobre e infeliz cucaracha.
Se acordó de su abuela, de los zapatillazos que les daba cuando las veía subir por los muros de la casa del pueblo. La abuelita Puri, nunca había tenido miedo de las cucarachas.
Puri, así la llamaría. La cucaracha Puri. Seguro que ningún niño en el cole había tenido nunca una mascota tan peculiar.

–Buenas noches, Jesusito; Hasta mañana, Puri.

Pasaron los días y poco a poco, Puri, era casi, una más de la familia. La subía a la terraza y con una cuerdecita, jugaba a que la paseaba por el parque. Pobrecita Puri, todo el día encerrada en un frasco, le decía lastimero a su padre.

La sacaba a la calle, en su pequeño botecito de cristal, y le contaba, como si fuera un guía turístico, las cosas que pasaban ante sus ojos. Se la acercaba a la cara, pegadita a la mejilla y susurraba: “Puri, ya verás como cuando empiece el cole, te presento a todos mis amigos y todos te van a tener envidia y miedo. Menos yo, Purita, que soy tu mejor amigo”.

Al niño de la cabeza esférica y las piernas huesudas, se le iban llenando, poco a poco, día tras día, las estanterías de frascos con algún bicho dentro.
Todas las mañanas, se levantaba y cogía a Puri, que seguía ocupando su mesita de noche. Y con el frasco sujeto con las dos manitas, le iba presentando una a una, sus nuevas adquisiciones.
Tenía mariposas, lombrices, arañas, hormigas, moscas, mosquitos, avispas, escarabajos…Hasta un ratón muerto, que le había dado mucho asco recoger.

Una mañana soleada, cogió el frasco de Puri, se vistió a toda prisa y se montó en el coche con su padre rumbo al campo.

–Ya verás que de amigos te voy a traer, Puri. Encontraremos los seres más raros y asquerosos que hayas podido ver nunca. Les encerraremos en botes, y nunca más nos podrán hacer daño.

El niño de las piernas flacuchas y la cabeza inflada, estaba tan contento, que apenas si hacía caso a las indicaciones de su padre. Llevaba el tarro de Puri, apretado contra el pecho y no paraba de susurrarle cosas.
El padre, que de vez en cuando se giraba para ver qué hacía,  pronto le perdía de vista, para encontrar alguna nueva variedad de arbusto, o una chumbera cargada de higos.

De repente, el niño y  Puri –la cucaracha– estaban solos. Giró su enorme cabeza a un lado y a otro, pero nada. Su papá se había perdido. Por un momento, volvió a sentir ese cosquilleo en la garganta que llaman miedo.
Tuvo ganas de gritar, de llorar , de tirarse al suelo y patalear para que todo el mundo le oyera. Pero en vez de todo eso, miró a Puri y siguió caminando.

Alzó la mirada, y a lo lejos, pudo ver una silueta pequeña, cerca de un viejo pozo de piedra. Arqueó las pequeñas cejas que coronaban su enorme cabeza y miró con extrañeza a Puri, que estaba quieta, expectante, tras el grueso vidrio que la separaba de la realidad.

Avanzó lentamente entre los matorrales, sigiloso, arrastrando sus huesudas piernecitas.
Para sujetarse a los troncos que encontraba a su paso y no caerse, guardó con cuidado el tarro donde viajaba Puri, en la bolsa que colgaba de su hombro derecho.

Se fue acercando a la figura, procurando en todo momento que aquella desconocida personita no se percatase de su presencia.
Escondido y tras un árbol, pudo distinguir a una niña de trenzas largas y mejillas sonrosadas, que estaba recogiendo flores,  distraída, y las amontonaba cerca de un antiguo pozo de piedra.

Un escalofrío volvió a recorrer todo su cuerpo.

El niño de las piernas tan estrechas que parecían de palo y la cabeza planetaria caminó hacia ella. Asustada, la niña de las trenzas largas, le miró con  cara pasmada, tenía la boca muy abierta y las cejas tan altas que casi se juntaban con el pelo. Luego sonrió y musitó entre dientes un tímido saludo.
El niño, comenzó acaminar hacia ella, quería verla de cerca. Sacó sus pequeñas manos de los bolsillos, y tocó sus finísimas y largas trenzas. Señaló al pozo y le hizo un gesto para que le acompañara.

La niña de las mejillas sonrosadas y el cabello como un espigar, se colocó a su lado y le preguntó :
–¿Es la primera vez que pasas por aquí?, yo todos los fines de semana vengo al viejo pozo a recoger flores para mi abuelito que está enfermo.

El niño de cabeza chupa-chups y piernas casi transparentes, señaló, sin decir una palabra, el fondo del pozo. Su corazón latía rápidamente. Las piernecillas le temblaban como a un animal herido.
La niña, se apoyó en el borde del pozo y asomó la cabeza para comprobar qué era lo que había en el fondo.

El niño de las piernas temblorosas como una rama, sacó el frasco donde estaba su cucaracha, y lo colocó al lado de la niña. Dio un par de pasos atrás, se quedó quieto. Cogió carrerilla, y empujó con todas sus fuerzas a la niña, que apoyada en el pozo, le daba la espalda.

Se asomó al pozo, y observó, cómo lentamente, las largas y finísimas trenzas de la niña, desaparecían ante sus ojos de sapo.


sábado, 16 de junio de 2012

Una mañana de sábado

Me acuerdo de la tremenda resaca que tenía cuando mi madre entró en nuestro cuarto y nos dijo: Lady Di, ha muerto.

-          Bien madre, ¿ahora podemos seguir durmiendo?
La habitación estaba a oscuras. Habíamos bajado las persianas apenas dos horas antes del anuncio de aquel obituario.

–Rebe, voy a morir. Me palpita un ojo, tía.
–Yo no sé cómo hemos llegado.
–Teníamos que haber dejado la moto en la segunda– dije con los ojos entreabiertos mientras presionaba con fuerza el puente de mi nariz.
–Es mono el Flequi, ¿no?
–¿El Flequi? ¡Flipas! ¡Pero si es todo tocha!– respondí sin apenas levantar los ojos. Cualquier movimiento brusco en ese momento, hubiera sido fatal para mi cabeza. Yo era consciente, y por eso me mantuve lo más inmóvil posible.
–Pues a mí me parece mono. He quedado con él esta noche–. Respondió Rebe demostrándome que la pregunta anterior no había sido más que un simple sondeo.
¿Y el Taíto, tía? ¿Qué vas a hacer con él? Eres la femme fatale chiclanera.

Ambas nos echamos a reír. La luz comenzaba a colarse por las rendijas de la persiana y yo me sujetaba las sienes como temiendo una explosión incontrolada de mi cabeza.
Después de la entrada apocalíptica de mi madre y de la confesión del mal gusto que tenía mi tía Rebeca en cuanto a belleza masculina, no pude conciliar el sueño. Me encendí un cigarro.

–Dame una calada– dijo Rebe reincorporándose– tía, la habitación huele mazo a alcohol–. Un pequeño destello iluminó su pelo rubio.
–Calla, calla, no me hagas reír que me peta el meloncete– cogí de nuevo el cigarro entre mis dedos alargando ligeramente el brazo, apenas sin cambiar de posición, semitumbada.
–Muy fuerte lo de Lady Di, ¿no era súper joven?
– Muy fuerte lo de mi vieja. Se le pira mazo.



Me acuerdo de la tremenda resaca que tenía aquel sábado de enero por la mañana. Creo que incluso había nevado algo, y el frío se notaba especialmente a medida que íbamos acercándonos al hospital, cerca de la sierra.
Manu y yo habíamos estado toda la noche bebiendo y fumando, intentando quitarle significado al tiempo, restarle longitud. Hacía apenas dos horas que nos habíamos acostado.
Cuando llegamos, cruzamos por las salas incompletas y los pasillos desiertos de un hospital prematuramente estrenado. “La foto, la puta foto” pensé mientras miraba a las enfermeras medio perdidas, buscando algún cartel que resolviera su aparente incertidumbre.
Montamos en el ascensor. En silencio. Yo notaba el frío como metido en los bolsillos pero evitaba el temblor que de vez en cuando asomaba por mis dientes. No era el momento. Tenía ganas de vomitar y de tirar el móvil al suelo. Salimos.
La pequeña salita blanca apenas ofrecía más acomodo que una máquina de café de esas que te llevan directamente a la sección de gastroscopias.
Mi madre estaba seria, sentada junto a Fer. Recuerdo que mantuvo fija en mí la mirada durante más de un minuto. No era reprobación por mi estado. Solo quería asegurarse de que yo estaba allí, de pie. Estaba.
El Tatu no paraba de dar vueltas de un lado a otro, mientras Julia intentaba distraer al abuelo contándole las últimas peripecias de los niños en el cole.
La luz era una mezcla extraña de neones mortecinos y ese blanco gris que se queda en el cielo cuando está a punto de cuajar la nieve.
No me dio tiempo a sentarme cuando Manu se volvió hacia mí y me dijo:
–Raki, ¿vamos a fumar un piti?
–Sí, vamos, contesté–. Igual está por ahí la Tata.

Estaba prohibido fumar en todo el recinto pero nosotros hacíamos caso omiso desde hacía semanas y nos apostábamos en el descansillo de las escaleras de emergencia. Olía a podrido. Nadie había pasado a recoger las colillas que se acumulaban en el suelo. Yo había dejado de fumar tabaco, pero acepté de buena gana un par de caladas.

–Sabes que va a ser hoy, ¿no?– soltó Manu de repente, así, como cuando un cuchillo cae al suelo y una no sabe cómo movió el pie en el momento preciso para no cortarse.
–Joder, Manu. Nunca se sabe– contesté sin poder mirarle a los ojos. Sabiendo que le mentía.
–No entiendo nada, Raki. No lo entiendo.
–Estamos aprendiendo a hostias que hay cosas en la vida que son una mierda. Una puta mierda y nada más–. La rabia aquí, superaba a la tristeza.
Me acerqué a él, le abracé y esperé a que mojara mis hombros. Solo escuché un breve gemido que hacía las veces de sollozo.
Salimos.
Todo el mundo se encontraba en la misma posición. En ese momento vimos la puerta del pasillo de las habitaciones abrirse de repente. La Tata entró en la salita. Paró un momento de llorar. Se ahogaba. Casi sin poder despegar la mirada del suelo susurró:
–Rebe, ha muerto. 



* La foto fue tomada por mi tía Rebeca en el verano de 1997, más o menos. (Consultad cuándo murió Lady Di y tendréis la fecha exacta). Escaleritas de los recreativos. Verano de los que se guardan como el mejor de nuestras vidas.

martes, 5 de junio de 2012

Un golpe en el pecho (que dejó hematoma incluido)

No recordaba lo lejos que me encontraba de ti. No supe reconocer la distancia, ni medirla. Puede que no fuera olvido. Tan solo la ignorancia que a veces, me llena de agua la cuenca de los ojos.
Rectifico entonces: no sabía, no tenía ni idea lo lejos que me encontraba de ti. Parte de culpa la tiene la inconstancia, que me mata, que me sirve de coraza y me aleja cada vez más de tu alma.


Todo esto lo supe al salir del metro, al pisar la acera y oler la primavera mezclada con asfalto, al observar la vida mezclada con la prisa y descubrir el disfraz azul que encubre el gris del cielo. Tan solo en ese momento, me sentí como en un escenario, y yo, por supuesto, como un personaje de reparto, como una figurante que camina con la masa insomne que nunca, nunca permite que tus calles estén quietas.
Ya no aprecio la belleza en las ventanas de hierro, en las azoteas de ladrillo, en los tejados de uralita, en las series de diez pisos. 


He perdido el paso, y ahora camino más despacio, comprobando que los árboles te crecen a duras penas y sin flores en verano.
Sobre todo, lamento no querer ni lamentarlo.
Lo sé, te he abandonado por completo y no hallo dedo que te acuse.
Tú ya me conocías, yo no sé nada de gatos.
No pude ni intuirlo, se me ha escapado de las manos. No pude darme cuenta de lo lejos que me encontraba de ti,
Madrid.